Las calles nocturnas de Tokyo brillaban con sus luces de neón, territorio de casinos, pubs y todo aquellos edificios de divertimiento humano.
La Torre de Tokyo aquella noche brillaba esplendorosa, roja y altiva, un monumento al poder.
- Absurdo...
¿Poder? Esos necios creían poseerlo, así lo pensaba, sentado en la cumbre misma de la torre con las piernas recogidas y los brazos apoyados sobre las rodillas en actitud un tanto masculina. Mi silueta se recortaba contra la redonda luna, fulgurante en el cielo negro.
Dibujo una media sonrisa mientras observo mi mano derecha: un gesto, uno sólo bastaba para arrebatar un alma. Era el Ángel de la Muerte, tenía el poder y ellos no lo sabían.
- Ni siquiera tú, mi Señor... - murmuro mirando al cielo.
Imbécil. Mi señor era otro ahora, y no él. Me incorporo, y tras dedicarle un último vistazo aburrido al imponente panorama de la ciudad, desaparezco.